Aquí huele a hocico. Oír aquella frase lo despabiló en el metro repleto de las 7 de la tarde. Pancho se había puesto una buena friega en el día y le dolían los hombros y la espalda. Eran dolores de rutina en su trabajo como maistro yesero y el mejor remedio que conocía era abrigarse en exceso, sin importarle el calor que se sentía en los vagones atestados de la Línea 1, y tratar de dormir con los brazos cruzados.
«Aquí huele a hocico», volvió a decir como si nada la mujer que estaba sentada detrás. Pancho sintió un impulso urgente de voltear a ver a la mujer. Pero sobre todo, quería saber qué era aquello que olía a hocico.
Su mente comenzó a llenarse rápidamente con recuerdos nítidos. Primero, se acordó del hocico del perro amarillento y sonriente que tenía cuando era niño, que olía a tortilla con huesos de res cocidos. Después llegó a su memoria el aliento salitroso y los maullidos imperceptibles del gato negro y desdentado que tenía su abuela. Recordó el mal aliento crónico del maistro Samuel, su primer patrón, y la halitosis voluntaria de uno de sus maestros de primaria, que comía dientes de ajo como remedio contra el frío y para prevenir varias enfermedades.
Cayó en la cuenta de que una simple frase había logrado traerle una carretada de imágenes olvidadas. De una imagen traída por el recuerdo saltaba a otra, y esta le traía nuevas memorias que lo hicieron sentir vivo por primera vez en mucho tiempo. Y todo en unos cuantos segundos.
Hasta ese día, la vida dura y rutinaria de albañil había hecho que Pancho dejara de usar su imaginación. Era taimado, apático y poco expresivo. Trabajaba como burro, de lunes a sábado, y lo que ganaba le alcanzaba apenas para darle de comer a sus hijos y a su mujer, y para comprar cada siete días medio galón de aguardiente del Tigre. Entre semana llegaba tan cansado que se dormía inmediatamente después de cenar, los sábados por la tarde se emborrachaba hasta que no le respondían los esfínteres, y los domingos casi no existían, con esas crudas que lo postraban como inválido en su chiquero de casa.
Por eso seguía sorprendido de que las imágenes olvidadas seguían llegándole sin detenerse. Se maravilló al darse cuenta cómo los olores de unos cuantos hocicos podían haberle traído tantos recuerdos, tantas memorias perdidas, tantos goces olvidados y tantos anhelos ninguneados.
No habían pasado ni treinta segundos desde que había oído decir por primera vez a la mujer «aquí huele a hocico» y los recuerdos seguían arremolinándose en su mente hasta hace poco abandonada y en ruinas. El metro se detuvo con un frenón brusco por el exceso de tráfico en la línea y se apagó la luz por unos segundos. La gente se inquietó, pero el tren continuó con su recorrido enseguida. La mujer del olfato certero se bajó en la siguiente estación sin que Pancho lo notara.
Pancho se fue quedando dormido. Para cuando el tren había avanzado una estación más, los recuerdos, las memorias, los goces y los anhelos desaparecieron, como cubiertos de repente por una gruesa capa de tierra asentada y endurecida de inmediato. Pancho se olvidó de todo y se levantó de su asiento pues debía de bajarse en la siguiente estación.

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